Columna de opinión de Manuel Maldía. 10/06/25
Javier “El Vasco” Aguirre decidió, como buen estratega de librito viejo, tirar la pelota a la grada y quedarse mirando el reloj, fingiendo que el juego no es con él. En plena tormenta migratoria, con redadas inhumanas en Los Ángeles y paisanos nuestros siendo perseguidos como alimañas por las órdenes de un Trump más rabioso que nunca, el técnico nacional de fútbol salió con una respuesta tan tibia que ni para calentar la banca sirve.
Se dice “apolítico”, como si eso fuera virtud, como si se pudiera ser mexicano y no tener opinión cuando a los tuyos los están sacando de sus casas con esposas, mientras sus hijos lloran y sus nombres desaparecen en la estadística del ICE.
“Estoy aquí para hablar de fútbol”, dijo. “No tengo elementos para opinar”. “Soy apolítico”, remató, como si eso lo absolviera de mirar hacia otro lado mientras la mitad de los estadios que lo aplauden son migrantes que ahora están sufriendo al otro lado del muro.
Aguirre se vistió de técnico, pero se desvistió de mexicano.
La camiseta verde no se trata sólo de once en la cancha. Se trata de los millones que llenan los estadios en Pasadena, en Houston, en Chicago, de los que pagan boletos carísimos para ver al Tri aunque sea para llorar otra derrota. Se trata de quienes mandan remesas que sostienen comunidades enteras en México, esos mismos a los que Aguirre les negó siquiera un “ánimo, estamos con ustedes”.
Lo de Aguirre no fue neutralidad, sino cobardía revestida de diplomacia. Porque no se le pedía que se lanzara al ruedo con antorchas, sino al menos un gesto, una palabra de aliento, un mínimo de humanidad que recordara que el fútbol es más que goles y conferencias, que también es identidad, pertenencia y comunidad.
Pero no. El Vasco prefirió la trinchera del silencio cómodo, ese lugar donde los personajes públicos creen que no pronunciarse es prudencia, cuando en realidad es complicidad con la injusticia.
Y no es que el fútbol tenga la obligación de arreglar el mundo, pero sí puede reconocerlo, mirarlo a los ojos y no hacerse güey.
Aguirre es parte de un sistema que ha convertido a la Selección Mexicana en una marca sin alma, en un producto rentable pero sin nervio. Lo que hizo —o más bien, lo que dejó de hacer— retrata de cuerpo entero a una élite del deporte que solo habla cuando el patrocinador lo permite, que solo grita cuando el marcador va a favor.
En este país, donde el silencio ha sido cómplice de tantas tragedias, se esperaría que al menos quienes tienen el micrófono no lo usen para decir que no tienen nada que decir.
Hoy, más que director técnico, Aguirre pareció relacionista público de la cobardía. Porque hay silencios que son estrategia… y hay silencios que son traición.