Por Manuel Maldía. Columna “El que se chupa el dedo”
México se hunde, una vez más, en su propia sangre. La aparición del Rancho Izaguirre en Jalisco, un campo macabro donde se descubrieron miles de fragmentos de huesos, cientos de zapatos y prendas de vestir, credenciales, pulseras, aretes y medallas de santos, no solo expone la brutalidad del crimen organizado, sino también el cinismo del aparato gubernamental que, incapaz de ofrecer respuestas, intenta ocultar su incompetencia bajo el manto del silencio y la negación.
Rancho Izaguirre no es un lugar cualquiera. Es el símbolo más reciente del Estado fallido en el que hemos convertido a nuestro país. Es un testimonio brutal de que, en México, desaparecer a alguien no solo es posible, sino que además parece haberse institucionalizado como parte del paisaje cotidiano. Cada cuerpo encontrado en estas tierras mexicanas es una historia rota, una familia destrozada y, lo que es peor, un recordatorio de que la justicia es solo un espejismo en este desierto de impunidad.
Pero lo que indigna no es solo el horror de las fosas clandestinas, que ya son tantas que México parece un cementerio abierto. No, lo que verdaderamente resulta insultante es la reacción del gobierno mexicano. O más bien, su no-reacción. En lugar de asumir su responsabilidad, en lugar de aceptar que el crimen organizado se les ha salido completamente de control, las autoridades han preferido recurrir a su vieja y desgastada estrategia: la negación.
“Es una mentira”, dicen. “Es un montaje”, aseguran. Como si las familias que buscan a sus desaparecidos estuvieran inventando su dolor. Como si los cuerpos no fueran reales. Como si el olor a muerte no impregnara cada rincón de este país. ¿Cuántas veces más nos van a decir que todo está bajo control, cuando claramente no lo está? ¿Cuántas fosas más tienen que abrirse para que el gobierno admita su fracaso?
El descubrimiento del Rancho Izaguirre debería haber sido un punto de inflexión, un momento para que el gobierno reconociera la magnitud de la crisis y actuara en consecuencia. Pero no. En su lugar, lo han intentado minimizar, casi como si el olvido fuera la solución mágica para todos nuestros problemas.
Esto no es nuevo. En México, el desaparecido no solo es víctima del crimen organizado, sino también del sistema que se niega a buscarlo, que lo abandona, que lo revictimiza. Las cifras oficiales ya ni siquiera conmocionan porque han perdido todo significado. Decenas de miles de desaparecidos se acumulan en estadísticas frías, mientras el gobierno sigue con su política de “abrazos, no balazos” que, más que una estrategia, parece una declaración de rendición.
Lo más grave de todo es que este tipo de hechos son la norma, no la excepción. Rancho Izaguirre no es un caso aislado, es un capítulo más en una larga historia de encubrimientos y complicidad institucional. Porque sí, hay que decirlo claro: la impunidad y la corrupción son las mejores aliadas del crimen organizado. Y cuando un gobierno prefiere voltear hacia otro lado, se convierte en cómplice de ese mismo crimen.
¿Dónde están los responsables? ¿Dónde está la Fiscalía General de la República? ¿Dónde están los operativos, las investigaciones, las respuestas? Pareciera que el gobierno solo reacciona cuando los medios exponen la verdad, y aun así, su reacción es tímida, descoordinada y, en última instancia, inútil.
En memoria de cada desaparecido, de cada cuerpo hallado en las cientos de fosas que hay en todo el país, no podemos permitirnos guardar silencio. Porque callar es aceptar. Callar es ser cómplice.
Manuel Buendía escribió alguna vez: “El silencio es la tumba de la verdad”. Hoy, más que nunca, esas palabras resuenan con fuerza. México necesita verdad, necesita justicia y necesita que alguien se atreva a gritar lo que muchos prefieren susurrar. Porque mientras sigamos enterrando nuestros problemas en fosas clandestinas, estaremos condenados a vivir en un país que ha olvidado cómo ser humano.