En la Opinión de Manuel Maldía:
Hay derrotas que duelen, otras que avergüenzan… y unas más que delatan. La guerra de 1846 entre México y Estados Unidos no solo fue una humillación militar, sino una radiografía indeleble del entreguismo, la ineptitud y el servilismo de nuestras élites políticas.
Y lo peor: sus consecuencias siguen dictando la geografía de nuestra desgracia. De aquí para allá, migrantes y trabajo duro; de allá para acá, racismo y deportaciones.
Con la firma del Tratado de Guadalupe Hidalgo, en 1848, México cedió —con la pistola en la sien y los bolsillos de algunos bien engrasados— más de la mitad de su territorio. California, Nuevo México, Arizona, Texas, Utah, Nevada… una orgía de tierra y recursos naturales entregados al invasor, mientras los sepultureros de la soberanía mexicana se consolaban con 15 millones de dólares, como limosna por el atraco.
Pero he aquí la ironía histórica que revuelve el estómago: menos de un año después, en 1849, se desata en California la llamada “fiebre del oro”. En menos de una década, del suelo que había sido mexicano, se extraen cerca de 90 millones de dólares en oro —una fortuna que, para ponerlo en perspectiva, equivaldría hoy a miles de veces lo que Estados Unidos pagó por el botín completo.
Ese oro no sólo enriqueció a los nuevos dueños del suelo californiano. Fue el combustible para encender los motores del sistema financiero estadounidense. Bancos, ferrocarriles, infraestructuras y especuladores financieros encontraron en ese torrente dorado el capital que necesitaban para catapultar a Estados Unidos hacia la senda como potencia económica mundial. El saqueo disfrazado de tratado fue el cimiento de Wall Street y de la supremacía industrial anglosajona.
Y mientras tanto, ¿qué hacía México? Lloraba la pérdida, escribía elegías, cambiaba de caudillo como de sombrero, y repetía una y otra vez el ritual del fracaso. Las clases dominantes de aquel entonces, como las de hoy, —ignorantes, miopes, algunas directamente traidoras— permitieron que el país fuera desangrado sin resistencia digna. Lo entregaron todo, salvo sus privilegios.
Pero la historia, terca como es, cobra sus cuentas, aunque pasen siglos. Y así lo estamos viendo hoy, en junio de 2025, cuando las calles de California arden en protesta. Latinos, migrantes, trabajadores invisibles, herederos culturales —y a veces hasta biológicos— de aquella tierra arrancada, levantan la voz contra el racismo, la explotación y la exclusión. Y lo hacen ondeando la bandera de México como símbolo de resistencia. No por nostalgia folclórica, sino como acto político, como recordatorio brutal de que esas tierras, por más cercos, leyes o muros que se levanten, también tienen memoria.
La tricolor ondea ahora no como un reclamo territorial, sino como testimonio de dignidad. Es el emblema de los que fueron despojados, no sólo de un país, sino de un futuro. Es la bofetada que le recuerda al imperio que su riqueza nació del despojo, y que su paz social es frágil cuando la injusticia sigue escupiendo sangre por las heridas que nunca cerraron.
Porque el oro de California, que pudo haber sido el ancla del progreso mexicano, se convirtió en el epitafio de nuestra dignidad.
Y en esta historia, como en tantas más recientes, lo peor no fue perder el oro…
sino la vergüenza.