Columna de opinión de Manuel Maldía.
Las velas iluminaban sus rostros, pero no su dolor. Cientos de madres, abuelas, hermanas, hijas —todas buscadoras— se reunieron en el Monumento a la Revolución, ese mausoleo de promesas incumplidas, para recordar a las que ya no están: las que buscaron hasta morir, las que el narco o el Estado (a veces indistinguibles) desaparecieron por atreverse a preguntar ¿dónde están?
El acto fue silencioso, como suelen serlo los verdaderos duelos. No hubo discursos grandilocuentes, ni ofrendas florales de funcionarios compungidos, ni esa retórica vacía de “abrazos, no balazos” que tanto le gusta repetir a la clase política.
La paradoja más cruel.
México es un país donde las madres tienen que volverse detective, forense y guerrillera mediática, solo para encontrar a sus hijos. Donde el Día de la Madre no es día de flores, sino de marchas. Donde el gobierno presume “paz” mientras las fosas clandestinas se multiplican como hierba mala.
Yolanda Morán, mujer de temple y dolor, lo dijo sin temblor ni tartamudeo: “Somos invisibles para el Estado”. No hubo réplica desde Palacio. La presidenta Sheinbaum, tan pronta a los retos mediáticos, ha preferido el silencio. Y ese silencio, señora presidenta, duele más que el desdén. En las democracias simuladas, como la nuestra, ignorar a las víctimas es una forma de perpetuar el crimen.
Las que ya no buscan (porque las desaparecieron).
María Isabel Cruz. Araceli Salcedo. Norma Andrade. Nombres que deberían estar en placas de calles, no en altares de muertas. Mujeres que buscaron justicia y encontraron balas. ¿Quién las mató? Los mismos que mataron a sus hijos: un sistema que protege más a los verdugos que a las víctimas.
Y mientras, la Comisión Nacional de Búsqueda, esa oficina que debería ser trinchera, está siendo desmantelada. El Registro de Desaparecidos, una burla burocrática. Las fiscalías, llenas de cobardes que firman “archivos temporales” como si los desaparecidos fueran papeles viejos.
El minuto de silencio que nadie escuchó.
Terminó el acto con un grito: “¡Vivas se las llevaron, vivas las queremos!”. Pero en Los Pinos, en Palacio Nacional, en las cómodas butacas del poder, ese grito suena a “ruido molesto”.
Porque este país, que se llena la boca hablando de soberanía, no es soberano para dar justicia. Que presume su “gran corazón”, pero deja que las madres escarben la tierra con las uñas. Que celebra su historia, pero borra a sus muertos.
Epílogo: Las velas se apagaron. Las madres volvieron a sus trincheras. Y el gobierno, como siempre, fingió no verlas. Pero el fuego de su rabia sigue ardiendo. Y algún día, quizá, consumirá tanto olvido.
— Manuel Buendía lo dijo mejor: “En México, la justicia llega tarde… o nunca llega”.