MALDIA: Su Alteza Serenísima Fernández Noroña; ya no aguanta una mentada, antes las repartía

Columna de opinión de Manuel Maldía

¿Se nos volvió señorito el tribuno del pueblo? ¿O simplemente ya se siente su alteza serenísima? Porque el tono con que se comporta en los últimos meses, recuerda más a un dictadorzuelo dolido que al luchador social que un día fue.

A veces conviene recordar que la política mexicana es una tragicomedia, una ópera bufa con final anunciado. Tal es el caso del senador Gerardo Fernández Noroña, ese viejo gladiador de la izquierda callejera, que ahora se indigna como si fuese virrey de la Nueva España cada vez que le pisan el juanete.

El más reciente drama cortesano lo protagonizó tras una conferencia de prensa en la que Alfredo Chávez Madrid, coordinador panista en el Congreso de Chihuahua, le soltó una mentada de madre. Un exabrupto, sin duda. Pero lo que siguió fue todavía más ilustrativo que el insulto: Noroña, el aguerrido, el contestatario, el que antaño llenaba curules con gritos y saliva, ahora se nos desmaya de la ofensa como damisela decimonónica.

Con tono digno de ópera de Vicenzo Bellini, el hoy presidente de la Mesa Directiva del Senado clamó por justicia institucional y respeto a su dignidad. Habló de agravios cobardes, de linchamientos políticos, y se lanzó con su acostumbrado verbo incendiario, aunque esta vez desde un púlpito de sermón y no desde una calle con altavoz en mano. Asegura que si viviéramos en el siglo XIX retaría al panista a duelo. Afortunadamente vivimos en el XXI, aunque eso no impide que algunos sigan actuando como si fueran marqueses.

Pero lo interesante aquí no es la mentada, sino la metamorfosis. El Noroña que antes agitaba el Congreso como si fuera un sindicato en huelga, hoy clama por mesura y etiqueta. Aquel que se colaba en tribunas ajenas, que tildaba de traidores a sus adversarios y gritaba “¡corruptos!” sin empacho, ahora pide solemnidad, mesura y hasta una disculpa pública, como si su investidura viniera bordada con hilos de oro.

Nadie defiende el insulto como vía de debate. Pero tampoco se puede pasar por alto que Noroña está cosechando lo que él mismo sembró. Y es que no hay mayor ironía que ver a un incendiario pedir extintores. Lo que antes era “el lenguaje del pueblo”, hoy le parece “una cobardía ruin”. Lo que él gritaba con puño en alto, hoy le parece linchamiento. Lo que fue su oficio, ahora es su herida.

No es que el senador haya cambiado de ideales —esos suelen ser de hule—, sino que ahora los administra desde un sillón más cómodo. Y desde ahí, claro, las mentadas pesan más. Hoy Noroña exige respeto, pero olvida que durante años hizo política a grito pelado, que convirtió el Congreso en teatro de variedades y que sus intervenciones eran más aptas para un ring que para un foro legislativo.

Lo grave no es que se indigne, sino que lo haga con hipocresía. Que pida decencia mientras se baña en el pasado con perfume de mártir. Que olvide, como olvidan todos los que llegan al poder, que antes de ser senadores fueron ciudadanos, y antes de ser víctimas fueron verdugos.

Así pues, Fernández Noroña nos da otra lección involuntaria: que en México, hasta los más radicales tienen su día de cortesanos. Y que, al final, todos se terminan pareciendo al poder que tanto dijeron despreciar.